Basado en una historia real.
Sí,
exacto, a eso se le podría llamar felicidad.
Tumbado
(por fin) en la cama, reflexionaba sobre los últimos meses, que habían ido a un
ritmo frenético.
30
años recién cumplidos, amigo del Ministro, una carrera profesional corta, pero
impecable a sus espaldas… ¡Si es que se lo merecía! Todo lo que estudió en la
universidad, las noches sin dormir, las fiestas que se perdió por sacarle un
par de felicitaciones al catedrático…
Todo tuvo su recompensa: los exámenes
perfectos, (incluso el Decano le había dado la enhorabuena en una ocasión), los
contactos, los contratos laborales que le llovían nada más acabar la carrera…
El
rey del mundo. No se arrepentía de nada ¿por qué iba a hacerlo? Gracias a su
esfuerzo estaba donde estaba. Recién llegado a Madrid, a una empresa ¡y de
jefe! De hecho, habían tenido que quitar a un par de directores para ponerle a
él.
No
le dio pena, total, no les conocía. Además… ¿qué importaba realmente? En estos
tiempos en los que muchas empresas se declaraban en suspensión de pagos, otras
tantas se veían obligadas a firmar un ERE porque no se podían permitir tanta
plantilla… lo que había que hacer para solucionarlo era pensar en el bien
común, y para eso estaba él ahí, para eso le había dicho el ministro que tenían
que despedir a Fernández y a… ¿cómo era su nombre?
Bah,
¡qué más daba! Él iba a acabar con la crisis, al menos en su nueva empresa. Se
iba a comer el mundo. Entonces seguro que el Ministro estaría tan orgulloso de
él que le llevaría a su propio gabinete.
Todo
estaba saliendo según lo previsto. Daba una orden, y una decena de personas
dejaba lo que estuvieran haciendo para cumplirla. Pedía informes a altas horas
de la noche, y se los mandaban. Estaba claro, todos los problemas venían del
mismo sitio: falta de autoridad. Lo que hacía falta era lo que él estaba
restableciendo allí: una relación jefe-empleado vertical. ¿Qué era eso del
grupo, de contrastar opiniones entre todos? Tonterías. ¿Qué iban a saber un
puñado de administrativos sobre las decisiones que había que tomar? Con lo que
él había estudiado el tema, imposible que supieran más. Y eso del grupo… sólo habría
provocado que, en cuanto se descuidara lo más mínimo, ahí los tendría a todos,
subiéndose a su chepa.
Él
no había venido a Madrid a hacer amigos, había venido a solucionar un problema
que el mismísimo Ministro le había encomendado y desde luego que no le iba a
decepcionar.
Qué
pesado todo el mundo. Su madre llamaba todos los días, ¿no entendía que estaba
trabajando? Muchas veces ni se lo cogía, ¿para qué? Siempre lo mismo: “trabajas
mucho, deberías salir a conocer gente, ¿no crees que te estás obsesionando?”. Aunque
sus respuestas también eran siempre las mismas: “es lo que tengo que hacer, no
tengo tiempo, estoy perfectamente”. Lo peor era cuando se ponía a preguntar:
“¿y qué tal tus compañeros de trabajo? ¿y tus vecinos? ¿ya tienes algún amigo?”.
¿Qué
importaba eso? Esas situaciones le ponían bastante nervioso. ¡Tenía 30 años y
parecía que le estaban preguntando que si tenía muchos amiguitos en el cole!
Desde
luego que no tenía ningún tiempo de hacer amigos. Salía temprano de casa para
irse a trabajar, y estaba allí hasta tarde. Comía rápidamente en su despacho
para no perder demasiado tiempo y había prohibido ir a tomar café a media
mañana ¡menuda cara tenía la gente! Con la excusita, perdían 40 minutos de
trabajo, por lo que decidió que nada de recreos. Con los tiempos que corrían
era preciso apretarse el cinturón. Esto suscitó algo de polémica, pero lo acalló rápido. Su poder era cada vez más grande.
Una vez acabado el trabajo en la oficina, se
iba a casa, cenaba cualquier cosa y seguía trabajando. Así que no, se podría
decir que no tenía tiempo de conocer gente.
Sí
que es verdad que lo habían intentado. Uno de sus primeros días allí, al salir,
un grupo de tres chicas y dos chicos se le acercaron, se presentaron y le
dijeron que se fuera con ellos a tomar algo. Lo cierto es que ni siquiera
recordaba sus nombres. Les soltó una rápida excusa y se fue rápidamente a su
casa. No le inspiraban confianza: algo querrían. Había que dejar claro desde el
principio quién era el que mandaba allí.
Insistieron
otras dos veces más. Ahí ya no fue tan simpático. ¿No habían entendido que realmente
no quería ir? Les dejó con la palabra en la boca: “menos fiestas y más
trabajar, ¡hay que ver, luego la gente se extraña cuando se ve en el paro!”.
Sonrió. Recordaba que en ese momento estuvo a punto de darse la vuelta y
pedirles disculpas, no estaban en horario de trabajo y por tanto podían hacer
lo que quisieran. Él no era nadie para decir lo que podían o no hacer. Menos
mal que al final no lo hizo. Había que mantener la cabeza fría, nunca mostrar
debilidad. Así se lo habían enseñado en el master en la London School of
Economics.
Sí,
mucho mejor así.
Pasaron
los meses, y seguía igual.
La empresa iba cada vez mejor, y se notaba que había
habido un cambio de mentalidad en la dirección. Estaba realmente satisfecho con
sus aportaciones, de libro, de manual, dignas de un ponente de Harvard.
Aunque
una cosa era en casa y otra muy distinta en el trabajo. Ahí sus apariencias
eran inmutables. Siempre serio, implacable en sus órdenes, asertivo…
Sin
embargo, en casa, tras 7 meses viviendo solo, trabajando casi 18 horas diarias
y sin hablar prácticamente con nadie, a veces le entraba una opresión en el
pecho que le impedía seguir delante del ordenador. Se tenía que tumbar,
respirar hondo y convencerse a sí mismo que era y sería el mejor empresario del
país.
Estaba
nervioso, y tremendamente furioso consigo mismo. Se había dado cuenta de que
las reuniones con el departamento de Recursos Humanos le apetecían ligeramente
más que las otras. Descubrió que no le importaba dejar de lado su gran cantidad
de obligaciones para estar un rato más en el despacho de la directora.
Intentaba quitarse esa idea de la cabeza. La verdad es que nunca antes había
sentido nada igual, pero sabía lo que era. Y no le gustaba nada. ¡Él era su
jefe! No se podía permitir ese tipo de debilidades. Para compensarlo,
descargaba su ira contra el resto de empleados. Sabía que hablaban de él a sus
espaldas. No le importaba. Sabían que pendían de un fino hilo, y que cuando él
se hartara se irían a la calle. Así que por su propio bien, serían eficientes
en su trabajo. Era lo único que les pedía… podrían mostrar algo más de
agradecimiento.
Pensó
en un par de ocasiones, en invitarla a cenar. Pero no, a pesar de que no quería
reconocerlo, no se atrevía. Observaba todas sus idas y venidas, desde la distancia.
Notaba
que su carácter se iba haciendo más sociable, hasta que de repente le entraban
esos ataques de ansiedad, se cerraba en banda, y se volvía aún más arisco con
todos los demás. Cuando pasaba esto, se centraba más en su trabajo, llegando a
no dormir durante tres días seguidos. Se volvía mucho más exigente y sabía que
en Recursos Humanos recibían quejas sobre él.
Una
tarde, vino ella a su despacho: “¿qué está pasando?”, le preguntó. Él no la
esperaba, así que se sintió un poco molesto. Le gustaba tener controlado lo que
iba a pasar en cada momento.
Sin
embargo, ella no entró a sus provocaciones, y le contó calmadamente los
problemas que tenían los empleados con él, las bajas por depresión que estaban
teniendo sus compañeros y le ofreció su ayuda para integrarse más entre ellos.
Le comprendió, le expuso sus problemas en su misma cara. Le conocía más de lo
que pensaba.
Había
conseguido lo que nadie había podido nunca: le dejó sin palabras. En ese
momento, la quiso más de lo que había querido nunca a nadie. Sintió que se
derrumbaban todas las fortificaciones que llevaba construyendo más de la mitad
de su vida, que todos sus sentimientos afloraban, y se sintió débil e indefenso
ante ella.
Se
agobiaba, una vez más. Ese no era su cometido aquí, su obligación era sacar la
empresa adelante, ser alguien en el mundo de los negocios, ganarse el favor del
Ministro que había confiado en él.
Cuando
ella se fue, estaba mareado. Tendría que tomarse la noche libre para poner en
orden todos sus pensamientos.
Ya
era tarde, recogería y se iría para casa. Dejaba el coche en el garaje, iría
andando, para pensar. Se lo podía permitir, por un día.
Sólo
quedaba él en la oficina. Y el pobre guardia de seguridad, que desde que había
llegado él hacía innumerables horas extras. Pobre hombre, le daría las gracias.
Ese
pensamiento le sorprendió. Quizás se podía ser igual de buen empresario siendo
un poco más amable y educado, ¿no?
Exacto,
eso era. Intentaría ser mejor persona.
Por
ella.
Pasó
al lado de la ventana para coger la chaqueta y marcharse. Había mucho sobre lo
que pensar ¡iba a empezar una nueva vida! Algo le hizo detenerse: la vio.
La
vio esperando en medio de la plaza, y se decidió a invitarla a algo. Ese día
sí.
De
repente, un chico despeinado se le acercó por detrás y la sorprendió. Ambos
empezaron a reír. Él la dio un beso y se fueron juntos, de la mano.
Sintió
cómo la furia se apoderaba de él, y dio una fuerte patada a la puerta de su
despacho. Era de cristal: se hizo añicos. Alarmado, el guardia de seguridad
acudió corriendo, e intentó saber qué pasaba. Fuera de sí, le gritó que se
fuera, que se fuera de allí si no quería tener problemas muy serios. Asustado,
el guardia se fue, y llamó a la Policía.
Cuando llegaron, ya era demasiado tarde. Se había
dado cuenta de que no podía tener a la única persona que le hacía tener motivos
para ser mejor. Se había dado cuenta de que se había quedado solo.
Solo.